sábado, 8 de diciembre de 2012

Los sábados, literatura


Juan Carlos Onetti – La vida breve (fragmentos)

1. Santa Rosa
-Mundo loco -dijo una vez más la mujer, como remedando, como si lo tradujese.
Yo la oía a través de la pared. Imaginé su boca en movimiento frente al hálito del hielo y fermentación de la heladera o la cortina de varillas tostadas que debía estar rígida entre la tarde y el dormitorio, ensombreciendo el desorden de los muebles recién llegados. Escuché, distraído, las frases interminables de la mujer, sin creer en lo que decía.
Cuando su voz, sus pasos, la bata de entrecasa y los brazos gruesos que yo le suponía pasaban de la cocina al dormitorio, un hombre repetía monosílabos, asintiendo, sin abandonarse por entero a la burla. El calor que la mujer iba hendiendo se reagrupaba entonces, eliminaba las fisuras y se apoyaba con pesadez en todas las habitaciones, en los huecos de las escaleras, en los rincones del edificio.

La mujer iba y venía por la única pieza del departamento de al lado, y yo la escuchaba desde el baño, de pie, la cabeza agachada bajo la lluvia casi silenciosa.
-Aunque se me destroce a pedacitos el corazón, le juro -dijo la voz de la mujer, cantando un poco, cortándosele el aliento al final de cada frase, como si un empecinado obstáculo surgiera cada vez para impedirle confesar algo-. No le voy a ir a pedir de rodillas. Si él lo quiso, ahora lo tiene. Yo también tengo mi orgullo. Aunque me duela más que a él mismo.
-Vamos, vamos -conciliaba el hombre.
Escuché por un rato el silencio del departamento en cuyo centro repiqueteaban ahora pedazos de hielo remolineados en los vasos. El hombre debía estar en mangas de camisa, corpulento y jetudo; ella muequeaba nerviosa, desconsolándose por el sudor que le corría en el labio y en el pecho. Y yo, al otro lado de la delgada pared, estaba desnudo, de pie, cubierto de gotas de agua, sintiéndolas evaporarse, sin resolverme a agarrar la toalla, mirando, más allá de la puerta, la habitación sombría donde el calor acumulado rodeaba la sábana limpia de la cama. Pensé, deliberadamente ahora, en Gertrudis; querida Gertrudis de largas piernas; Gertrudis con una cicatriz vieja y blancuzca en el vientre; Gertrudis callada y parpadeante, tragándose a veces el rencor como saliva; Gertrudis con una roseta de oro en el pecho de los vestidos de fiesta; Gertrudis, sabida de memoria.
Cuando volvió la voz de la mujer pensé en la tarea de mirar sin disgusto la nueva cicatriz que iba a tener Gertrudis en el pecho, redonda y complicada, con nervaduras de rojo o un rosa que el tiempo transformaría acaso en una confusión pálida, del color de la otra, delgada y sin relieve, ágil como una firma, que Gertrudis tenía en el vientre y que yo había reconocido tantas veces con la punta de la lengua. (...)
Me sacudí el agua como un perro, y miré hacia la penumbra de la habitación, donde el calor encerrado estaría latiendo. No me sería posible escribir el argumento para cine de que me había hablado Stein mientras no lograra olvidar aquel pecho cortado, sin forma ahora, aplastándose sobre la mesa de operaciones como una medusa, ofreciéndose como una copa. (...)
… Ablación de mama. Una cicatriz puede ser imaginada como un corte irregular practicado en una copa de goma, de paredes gruesas, que contenga una materia inmóvil, sonrosada, con burbujas en la superficie, y que dé la impresión de ser líquida si hacemos oscilar la lámpara que la ilumina. También puede pensarse cómo será quince días, un mes después de la intervención, con una sombra de la piel que se le estira encima, traslúcida, tan delgada que nadie se atrevería a detener mucho tiempo sus ojos en ella. (…) Habría llegado entonces el momento de mi mano derecha, la hora de la farsa de apretar en el aire, exactamente, una forma y una resistencia que no estaban y que no habían sido olvidadas aún por mis dedos. “Mi palma tendrá miedo de ahuecarse exageradamente, mis yemas tendrán que rozar la superficie áspera o resbaladiza, desconocida y sin promesa de intimidad de la cicatriz.”

2. Díaz Grey, la ciudad y el río
Antes de la medianoche ella había vomitado, había llorado apretando contra su boca el pañuelo empapado en agua de colonia mientras yo le golpeaba suavemente un hombro, sin hablarle, porque ya había repetido, exactamente tantas veces como me era posible en el curso de un día: “No importa. No llores.” Mientras jugaba con la ampolla creía seguir oyendo, como manchas de ruidos antiguos que hubieran quedado en los rincones del cuarto, los sonidos resueltos, casi desesperados, con sus perceptibles matices de vergüenza y odio, que ella había hecho con la cabeza resignada sobre la palangana. Había sentido crecer contra mi mano la humedad de su frente, mientras pensaba en el argumento para cine de que me había hablado Julio Stein, evocaba a Julio sonriéndome y golpeándome un brazo, asegurándome que muy pronto me alejaría de la pobreza como de una amante envejecida, convenciéndome de que yo deseaba hacerlo. “No llores -pensaba-, no estés triste. Para mí es todo lo mismo, nada cambió. No estoy seguro todavía, pero creo que lo tengo, una idea apenas, pero a Julio le va a gustar. Hay un viejo, un médico, que vende morfina. Todo tiene que partir de ahí, de él. Tal vez no sea viejo, pero está cansado, seco. Cuando estés mejor me pondré a escribir. Una semana o dos, no más. No llores, no estés triste. Veo una mujer que aparece de golpe en el consultorio del médico. El médico vive en Santa María, junto al río. Sólo una vez estuve allí, un día apenas, en verano; pero recuerdo el aire, los árboles frente al hotel, la placidez con que llegaba la balsa por el río. Sé que hay junto a la ciudad una colonia suiza. El médico vive allí, y de golpe entra una mujer en el consultorio. Como entraste tú y fuiste detrás del biombo para quitarte la blusa y mostrar la cruz de oro que oscilaba colgando de la cadena, la mancha azul, el bulto en el pecho. Trece mil pesos, por lo menos, por el primer argumento. Dejo la agencia, nos vamos a vivir afuera, donde quieras, tal vez se pueda tener un hijo. No llores, no estés triste.”
Me recordé hablando; vi mi estupidez, mi impotencia, mi mentira ocupar el lugar de mi cuerpo, y tomar su forma. “No llores, no estés triste”, repetí mientras ella se aquietaba en la almohada, sollozaba apenas, temblaba.
Ahora mi mano volcaba y volvía a volcar la ampolla de morfina, junto al cuerpo y la respiración de Gertrudis dormida, sabiendo que una cosa había terminado y otra cosa comenzaba, inevitable: sabiendo que era necesario que yo no pensara en ninguna de las dos y que ambas eran una sola cosa, como el fin de la vida y la pudrición. La ampolla se movía entre mi índice y mi pulgar y yo imaginaba para el líquido una cualidad perversa, insinuada en su color, en su capacidad de movimiento, en su facilidad para inmovilizar apenas se sosegaba mi mano, y refulgir sereno en la luz, fingiendo no haber sido agitada nunca.
Estaba un poco enloquecido, jugando con la ampolla, sintiendo mi necesidad creciente de imaginar y acercarme a un borroso médico de cuarenta años, habitante lacónico y desesperanzado de una pequeña ciudad colocada entre un río y una colonia de labradores suizos, Santa María, porque yo había sido feliz allí, años antes, durante veinticuatro horas y sin motivo. Este médico debía poseer un pasado tal vez decisivo y explicatorio, que a mí no me interesaba; la resolución fanática, no basada en moral ni dogma, de cortarse una mano antes de provocar un aborto; debía usar anteojos gruesos, tener un cuerpo pequeño como el mío, el pelo escaso y de un rubio que confundía las canas; este médico debía moverse en un consultorio donde las vitrinas, los instrumentos y los frascos opacos ocupaban un lugar subalterno. (…)
No tenía nada más que el médico, al que llamé Díaz Grey, y la idea de la mujer que entraba una mañana, cerca del mediodía, en el consultorio y se deslizaba detrás del biombo para desnudarse el torso, sonriendo, mientras se examinaba maquinalmente la dentadura en el inmaculado espejo del rincón. Por alguna causa que yo ignoraba aún, el médico no estaba en aquel momento con el guardapolvo puesto (…)
-Un argumento, vamos -había dicho Julio Stein-; algo que se pueda usar, que interese a los idiotas y a los inteligentes, pero no a los demasiado inteligentes. Debés saberlo mejor que yo, como buen porteño. -Julio había escupido en su pañuelo sin hacer ostentación. Y como el médico triste y mable que miró a Gertrudis, con sus repentinas, destiladas sonrisas que morían rápidamente, como vibraciones en el agua, entre la blandura colgante de la cara, Díaz Grey debería tener los ojos cansados, con una pequeña llama inmóvil, fría, que remontaba la desaparición de la fe en la sorpresa. Y tal como yo estaba mirando la noche de lento viento fresco, podía estar él apoyado en una ventana de su consultorio, frente a la plaza y las luces del muelle. Atontado y sin comprender, así como yo escuchaba el ruido de la ropa sacudida en la azotea de enfrente, el ritmo irregular de los ronquidos de Gertrudis y el pequeño silencio alrededor de la cabeza de la mujer en el departamento vecino. (…)
“Ahora la ciudad es mía, junto con el río y la balsa que atraca en la siesta. Ahí está el médico con la frente apoyada en una ventana; flaco, el pelo rubio escaso, las curvas de la boca trabajadas por el tiempo y el hastío; mira un mediodía que nunca podrá tener fecha, sin sospechar que en un momento cualquiera yo pondré contra la borda de la balsa a una mujer que lleva ya, inquieta entre la piel y la tela de su vestido, una cadenilla que sostiene un medallón de oro, un tipo de alhaja que ya nadie fabrica ni compra. El medallón tiene diminutas uñas en forma de hoja que sujetan el vidrio sobre la fotografía de un hombre joven, con la boca gruesa y cerrada, con ojos claros que se prolongan brillando hacia las sienes.”

No hay comentarios:

Publicar un comentario