sábado, 29 de diciembre de 2012

Los sábados, literatura

Guillermo Martínez - Infierno grande


Muchas veces, cuando el almacén está vacío y sólo se escucha el zumbido de las moscas, me acuerdo del mucha­cho aquel que nunca supimos cómo se llamaba y que nadie en el pueblo volvió a mencionar.
Por alguna razón que no alcanzo a explicar lo imagino siempre como la primera vez que lo vimos, con la ropa pol­vorienta, la barba crecida y, sobre todo, con aquella mele­na larga y desprolija que le caía casi hasta los ojos. Era recién el principio de la primavera y por eso, cuando entró al almacén, yo supuse que sería un mochilero de paso al sur. Compró latas de conserva y yerba, o café; mientras le ha­cía la cuenta se miró en el reflejo de la vidriera, se apartó el pelo de la frente, y me preguntó por una peluquería.

Dos peluquerías había entonces en Puente Viejo; pien­so ahora que si hubiera ido a lo del viejo Melchor quizá nunca se hubiera encontrado con la Francesa y nadie ha­bría murmurado. Pero bueno, la peluquería de Melchor es­taba en la otra punta del pueblo y de todos modos no creo que pudiera evitarse lo que sucedió.
La cuestión es que lo mandé a la peluquería de Cervino y parece que mientras Cervino le cortaba el peto se asomó la Francesa. Y la Francesa miró al muchacho como miraba ella a los hombres. Ahí fue que empezó el maldito asunto, porque el muchacho se quedó en el pueblo y todos pensa­mos lo mismo: que se quedaba por ella.
No hacía un año que Cervino y su mujer se habían esta­blecido en Puente Viejo y era muy poco lo que sabíamos de ellos. No se daban con nadie, como solía comentarse con rencor en el pueblo. En realidad, en el caso del pobre Cer­vino era sólo timidez, pero quizá la Francesa fuera, sí, un poco arrogante. Venían de la ciudad, habían llegado el ve­rano anterior, al comienzo de la temporada, y recuerdo que cuando Cervino inauguró su peluquería yo pensé que pron­to arruinaría al viejo Melchor, porque Cervino tenía diplo­ma de peluquero y premio en un concurso de corte a la na­vaja, tenía tijera eléctrica, secador de pelo y sillón giratorio, y le echaba a uno savia vegetal en el pelo y hasta spray si no se lo frenaba a tiempo. Además, en la peluquería de Cer­vino estaba siempre el último El Gráfico en el revistero. Y estaba, sobre todo, la Francesa.
Nunca supe muy bien por qué le decían la Francesa y nunca tampoco quise averiguarlo: me hubiera desilusiona­do enterarme, por ejemplo, de que la Francesa había naci­do en Bahía Blanca o, peor todavía, en un pueblo como és­te. Fuera como fuese, yo no había conocido hasta entonces una mujer como aquélla. Tal vez era simplemente que no usaba corpiño y que hasta en invierno podía uno darse cuenta de que no llevaba nada debajo del pulóver. Tal vez era esa costumbre suya de aparecerse apenas vestida en el salón de la peluquería y pintarse largamente frente al espe­jo, delante de todos. Pero no, había en la Francesa algo to­davía más inquietante que ese cuerpo al que siempre pare­cía estorbarle la ropa, más perturbador que la hondura de su escote. Era algo que estaba en su mirada. Miraba a los ojos, fijamente, hasta que uno bajaba la vista. Una mirada incitante, promisoria, pero que venía ya con un brillo de burla, como si la Francesa nos estuviera poniendo a prueba y supiera de antemano que nadie se le animaría, como si ya tuviera decidido que ninguno en el pueblo era hombre a su medida. Así, con los ojos provocaba y con los ojos, des­deñosa, se quitaba. Y todo delante de Cervino, que parecía no advertir nada, que se afanaba en silencio sobre las nu­cas, haciendo sonar cada tanto sus tijeras en el aire.
Sí, la Francesa fue al principio la mejor publicidad para Cervino y su peluquería estuvo muy concurrida durante los primeros meses. Sin embargo, yo me había equivocado con Melchor. El viejo no era tonto y poco a poco fue recuperan­do su clientela: consiguió de alguna forma revistas porno­gráficas, que por esa época los militares habían prohibido, y después, cuando llegó el Mundial, juntó todos sus aho­rros y compró un televisor color, que fue el primero del pue­blo. Entonces empezó a decir a quien quisiera escucharlo que en Puente Viejo había una y sólo una peluquería de hombres: la de Cervino era para maricas.
Con todo, creo yo que si hubo muchos que volvieron a la peluquería de Melchor fue, otra vez, a causa de la Fran­cesa: no hay hombre que soporte durante mucho tiempo la burla o la humillación de una mujer.
Como decía, el muchacho se quedó en el pueblo. Acam­paba en las afueras, detrás de los médanos, cerca de la ca­sona de la viuda de Espinosa. Al almacén venía muy poco; hacía compras grandes, para quince días o para el mes en­tero, pero en cambio iba todas las semanas a la peluquería. Y como costaba creer que fuera solamente a leer El Gráfico, la gente empezó a compadecer a Cervino. Porque así fue, al principio todos compadecían a Cervino. En verdad, resultaba fácil apiadarse de él: tenía cierto aire inocente de querubín y la sonrisa pronta, como suele suceder con los tímidos. Era extremadamente callado y en ocasiones parecía sumirse en un mundo intrincado y remoto: se le perdía la mirada y pasaba largo rato afilando la navaja, o hacía chasquear interminablemente las tijeras y había que toser para retornarlo. Alguna vez, también, yo lo había sorprendido por el espejo contemplando a la Francesa con una pa­sión muda y reconcentrada, como si ni él mismo pudiese creer que semejante hembra fuera su esposa. Y realmente daba lástima esa mirada devota, sin sombra de sospechas.
Por otro lado, resultaba igualmente fácil condenar a la Francesa, sobre todo para las casadas y casaderas del pue­blo, que desde siempre habían hecho causa común contra sus temibles escotes. Pero también muchos hombres esta­ban resentidos con la Francesa: en primer lugar, los que te­nían fama de gallos en Puente Viejo, como el ruso Nielsen, hombres que no estaban acostumbrados al desprecio y mu­cho menos a la sorna de una mujer.
Y sea porque se había acabado el Mundial y no había de qué hablar, sea porque en el pueblo venían faltando los escándalos, todas las conversaciones desembocaban en las andanzas del muchacho y la Francesa. Detrás del mostra­dor yo escuchaba una y otra vez las mismas cosas: lo que había visto Nielsen una noche en la playa, era una noche fría y sin embargo los dos se desnudaron y debían estar drogados porque hicieron algo que Nielsen ni entre hom­bres terminaba de contar; lo que decía la viuda de Espino­sa: que desde su ventana siempre escuchaba risas y gemi­dos en la carpa del muchacho, los ruidos inconfundibles de dos que se revuelcan juntos; lo que contaba el mayor de los Vidal, que en la peluquería, delante de él y en las narices de Cervino... En fin, quién sabe cuánto habría de cierto en todas aquellas habladurías.
Un día nos dimos cuenta de que el muchacho y la Fran­cesa habían desaparecido. Quiero decir, al muchacho no lo veíamos más y tampoco aparecía la Francesa, ni en la pelu­quería ni en el camino a la playa, por donde solía pasear. Lo primero que pensamos todos es que se habían ido juntos y tal vez porque las fugas tienen siempre algo de romántico, o tal vez porque el peligro ya estaba lejos, las mujeres pare­cían dispuestas ahora a perdonar a la Francesa: era evidente que en ese matrimonio algo fallaba, decían; Cervino era de­masiado viejo para ella y por otro lado el muchacho era tan buen mozo... y comentaban entre sí con risitas de complici­dad que quizás ellas hubieran hecho lo mismo.
Pero una tarde que se conversaba de nuevo sobre el asun­to estaba en el almacén la viuda de Espinosa y la viuda dijo con voz de misterio que a su entender algo peor había ocu­rrido; el muchacho aquel, como todos sabíamos, había acampado cerca de su casa y, aunque ella tampoco lo había vuel­to a ver, la carpa todavía estaba allí; y le parecía muy extraño -repetía aquello, muy extraño- que se hubieran ido sin llevar la carpa. Alguien dijo que tal vez debería avisarse al comisario y entonces la viuda murmuró que sería conveniente vi­gilar también a Cervino. Recuerdo que yo me enfurecí pero no sabía muy bien cómo responderle: tengo por norma no discutir con los clientes.
Empecé a decir débilmente que no se podía acusar a nadie sin pruebas, que para mí era imposible que Cervino, que justamente Cervino... Pero aquí la viuda me interrum­pió: era bien sabido que los tímidos, los introvertidos, cuando están fuera de sí son los más peligrosos.
  Estábamos todavía dando vueltas sobre lo mismo, cuando Cervino apareció en la puerta. Hubo un gran silen­cio; debió advertir que hablábamos de él porque todos trataban de mirar hacia otro lado. Yo pude observar cómo enrojecía y me pareció más que nunca un chico indefen­so, que no había sabido crecer.
Cuando hizo el pedido noté que llevaba poca comida y que no había comprado yoghurt. Mientras pagaba, la viuda le preguntó bruscamente por la Francesa.
Cervino enrojeció otra vez, pero ahora lentamente, co­mo si se sintiera honrado con tanta solicitud. Dijo que su mujer había viajado a la ciudad para cuidar al padre, que estaba muy enfermo, pero que pronto volvería, tal vez en una semana. Cuando terminó de hablar había en todas las caras una expresión curiosa, que me costó identificar: era desencanto. Sin embargo, apenas se fue Cervino, la viuda volvió a la carga. A ella, decía, no la había engañado ese farsante, nunca más veríamos a la pobre mujer. Y repetía por lo bajo que había un asesino suelto en Puente Viejo y que cualquiera podía ser la próxima víctima.
Transcurrió una semana, transcurrió un mes entero y la Francesa no volvía. Al muchacho tampoco se lo había vuel­to a ver. Los chicos del pueblo empezaron a jugar a los in­dios en la carpa abandonada y Puente Viejo se dividió en dos bandos: los que estaban convencidos de que Cervino era un criminal y los que todavía esperábamos que la Fran­cesa regresara, que éramos cada vez menos. Se escuchaba decir que Cervino había degollado al muchacho con la na­vaja, mientras le cortaba el pelo, y las madres les prohibían a los chicos que jugaran en la cuadra de la peluquería y les rogaban a sus esposos que volvieran con Melchor.
Sin embargo, aunque parezca extraño, Cervino no se quedó por completo sin clientes: los muchachos del pue­blo se desafiaban unos a otros a sentarse en el fatídico si­llón del peluquero para pedir el corte a la navaja, y empe­zó a ser prueba de hombría llevar el pelo batido y con spray.
Cuando le preguntábamos por la Francesa, Cervino re­petía la historia del suegro enfermo, que ya no sonaba tan verdadera. Mucha gente dejó de saludarlo y supimos que la viuda de Espinosa había hablado con el comisario para que lo detuviese. Pero el comisario había dicho que mientras no aparecieran los cuerpos nada podía hacerse.
En el pueblo se empezó entonces a conjeturar sobre los cadáveres: unos decían que Cervino los había enterrado en su patio; otros, que los había cortado en tiras para arrojar­los al mar, y así Cervino se iba convirtiendo en un ser cada vez más monstruoso.
Yo escuchaba en el almacén hablar todo el tiempo de lo mismo y empecé a sentir un temor supersticioso, el presen­timiento de que en aquellas interminables discusiones se iba incubando una desgracia. La viuda de Espinosa, por su parte, parecía haber enloquecido. Andaba abriendo pozos por todos lados con una ridícula palita de playa, vociferan­do que ella no descansaría hasta encontrar los cadáveres.
Y un día los encontró.
Fue una tarde a principios de noviembre. La viuda en­tró en el almacén preguntándome si tenía palas; y dijo en voz bien alta, para que todos la escucharan, que la manda­ba el comisario a buscar palas y voluntarios para cavar en los médanos, detrás del puente. Después, dejando caer len­tamente las palabras, dijo que había visto allí, con sus pro­pios ojos, un perro que devoraba una mano humana. Me es­tremecí; de pronto todo era verdad y mientras buscaba en el depósito las palas y cerraba el almacén seguía escuchan­do, aún sin poder creerlo, la conversación entrecortada de horror, perro, mano, mano humana.
La viuda encabezó la marcha, airosa. Yo iba último, car­gando las palas. Miraba a los demás y veía las mismas caras de siempre, la gente que compraba en el almacén yerba y fi­deos. Miraba a mi alrededor y nada había cambiado, ningún súbito vendaval, ningún desacostumbrado silencio. Era una tarde como cualquier otra, a la hora inútil en que se despier­ta de la siesta. Abajo se iban alineando las casas, cada vez más pequeñas, y hasta el mar, distante, parecía pueblerino, sin acechanzas. Por un momento me pareció comprender de dónde provenía aquella sensación de incredulidad: no podía estar sucediendo algo así, no en Puente Viejo.
Cuando llegamos a los médanos el comisario no había encontrado nada aún. Estaba cavando con el torso desnu­do y la pala subía y bajaba sin sobresaltos. Nos señaló va­gamente entorno y yo distribuí las palas y hundí la mía en el sitio que me preció más inofensivo. Durante un largo ra­to sólo se escuchó el seco vaivén del metal embistiendo la tierra. Yo le iba perdiendo el miedo a la pala y estaba pensando que tal vez la viuda se había confundido, que quizá no fuera cierto, cuando oímos un alboroto de ladridos. Era el perro que había visto la viuda, un pobre animal raquíti­co que se desesperaba alrededor de nosotros. El comisario quiso espantarlo a cascotazos pero el perro volvía y volvía y en un momento pareció que iba a saltarle encima. Enton­ces nos dimos cuenta de que era ése el lugar, el comisario volvió a cavar, cada vez más rápido, era contagioso aquel frenesí; las palas se precipitaron todas juntas y de pronto el comisario gritó que había dado con algo; escarbó un po­co más y apareció el primer cadáver.
Los demás apenas le echaron un vistazo y volvieron en­seguida a las palas, casi con entusiasmo, a buscar a la Fran­cesa, pero yo me acerqué y me obligué a mirarlo con dete­nimiento. Tenía un agujero negro en la frente y tierra en los ojos. No era el muchacho.
Me di vuelta, para advertirle al comisario, y fue como si me adentrara en una pesadilla: todos estaban encontrando cadáveres, era como si brotaran de la tierra, a cada golpe de pala rodaba una cabeza o quedaba al descubierto un torso mutilado. Por donde se mirara muertos y más muertos, cabezas, cabezas.
El horror me hacía deambular de un lado a otro; no po­día pensar, no podía entender, hasta que vi una espalda acribillada y más allá una cabeza con venda en los ojos. Mi­ré al comisario y el comisario también sabía. Nos ordenó que nos quedáramos allí, que nadie se moviera, y volvió al pueblo, a pedir instrucciones.
Del tiempo que transcurrió hasta su regreso sólo recuer­do el ladrido incesante del perro, el olor a muerto y la figu­ra de la viuda hurgando con su palita entre los cadáveres, gritándonos que había que seguir, que todavía no había aparecido la Francesa. Cuando el comisario volvió camina­ba erguido y solemne, como quien se apresta a dar órdenes. Se plantó delante de nosotros y nos mandó que enterráse­mos de nuevo los cadáveres, tal como estaban. Todos vol­vimos a las palas, nadie se atrevió a decir nada. Mientras la tierra iba cubriendo los cuerpos yo me preguntaba si el mu­chacho no estaría también allí. El perro ladraba y saltaba enloquecido. Entonces vimos al comisario con la rodilla en tierra y el arma entre las manos. Disparó una sola vez. El perro cayó muerto. Dio luego dos pasos con el arma todavía en la mano y lo pateó hacia adelante, para que también lo enterrásemos.
Antes de volver nos ordenó que no hablásemos con na­die de aquello y anotó uno por uno los nombres de los que habíamos estado allí.
La Francesa regresó pocos días después: su padre se ha­bía recuperado por completo. Del muchacho, en el pueblo nunca hablamos. La carpa la robaron ni bien empezó la temporada.

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