sábado, 17 de noviembre de 2012

Los sábados, literatura


Fernando del Paso - Palinuro de México (fragmento 3)

Y en muchas ocasiones para que nuestro hijo supiera de dónde había salido, introduje en la vagina de Estefanía mi propio miembro paterno, disfrazado unas veces de payaso, otras de pirata tuerto y otra más de guiñol villano que amenazaba con ponerlo de patitas en el mundo si no pagaba la renta.
   Entones estaba yo muy lejos de sospechar que lo último que habría de introducir en la vagina de Estefanía eran los instrumentos con los que iba a hacer pedazos el cuerpo de nuestro hijo.
   Esto sucedió en el octavo mes, en el mes del embarazo que preside Saturno, devorador de sus propios hijos.
   Nunca olvidaré ese día. Yo había pintado en el vientre desnudo de mi prima un hemisferio con el mapa de América, y tratábamos de adivinar qué regiones y países correspondían, en ese momento, a las diversas partes de su cuerpo. Llegamos a la conclusión bastante elemental de que su boca debía estar en la Tierra del Fuego, y sus pies en Groenlandia.


   “¿Y su corazón?”, me preguntó Estefanía.
   “Yo creo que debe estar por aquí, en la Isla de las Tortugas”, le dije, y como ella no estaba de acuerdo, fui por mi estetoscopio para escuchar su corazón como lo hacía todas las mañanas y ese día, nunca lo olvidaré, no escuché nada.
   “Qué extraño –le dije a Estefanía-, todo está en silencio”.
   “¿No oyes sus risas?”, me preguntó.
   “No.”
   “¿Sus suspiros?”
   “Tampoco.”
   “Quizás está llorando.”
   “No.”
   “Quizás está dormido y sueña que ya nació.”
   “Tampoco. Y además los fetos no ríen, ni respiran, ni lloran.”
   “Estás equivocado –me dijo-, yo lo he oído cantar… Dime: ¿Tú crees que está muerto?”
   “Sí –le dije-. Está muerto.”
   Y pensé que nuestro pobre hijo había sido una de las excepciones de la estadística perfecta del tío Esteban: un niño que por no haber vivido jamás murió, y que sin embargo, por haber muerto, jamás vivió.
   Nos quedamos callados. No sé por qué, en ese momento, me acordé de la vez que se murió nuestro espejo: quizás porque también nuestro hijo se iba a llevar, para siempre, algo de cada uno de nosotros. Bajé al jardín y regresé con un ramo de narcisos. Nos quedamos así, por varias horas. Yo, arrodillado y con la cabeza apoyada en los muslos de Estefanía y ella acostada en la cama, bocarriba, con los ojos abiertos y el vientre cubierto de flores.
   Estefanía y yo sabíamos muy bien lo que se tiene que hacer cuando la criatura muere en el vientre de la madre y la matriz se niega a expulsarla a pesar de los estimulantes, así que volví al baúl y debajo de los libros encontré los instrumentos que necesitaba. Estefanía se negó a que usara yo un embriulco provisto de garfios, porque le aterrorizó la idea de que desgarrara yo el cuerpo de nuestro hijo. No quiso tampoco que empleara el cefalotribo para triturar su cráneo. Al fin nos decidimos por el embriotomo de Ribemond-Dessaignes con el cual efectué, sin muchos trabajos, la separación de la cabeza. Y fue así como vino al mundo nuestro primer hijo, que nació como mueren los reyes y los santos: decapitado. Fue así, también, cuando comencé a cortar con las tijeras de Dubois el resto del cuerpo, para extraerlo, como Estefanía tuvo en su vientre muchas criaturas monstruosas: a la primera la faltaba la cabeza; a la segunda, le faltaba la cabeza y un brazo; otra más no era sino un tronco con dos piernas; y por último, tubo un hijo más sin cabeza, sin brazos, sin piernas y sin tronco.
   Solo hasta que hube extraído todo el feto fue que Estefanía, un poco atontada aún por la anestesia que adormiló a las flores de la almohada, se atrevió a hacerme la pregunta que había tenido a flor de labios.
   “Creo que mejor así –le dije-. De otra manera hubiera sufrido mucho. ¿Quieres verlo?”
   “Solo quiero que contestes a mi pregunta… dime: ¿iba a ser un monstruo?”
   Yo recliné la cabeza y la puse en el lugar del pecho de nuestro hijo donde se hubiera escuchado el corazón, si hubiera vivido, y le dije a Estefanía.
   “Nuestro hijo tenía, en el pecho, un músculo hueco, cubierto de masas adiposas y lleno de sangre.”
   “Qué horror –suspiró Estefanía-, fue mejor que no viviera.”
   Besé las orejas de nuestro hijo, y cogí sus manos con las mías.
   “Además, a los lados de la cara tenía dos repliegues cartilaginosos, y en los dedos unos apéndices formados por escamas duras y secas.”
   “Inocente criatura.”
   “Y no sabes –le dije, pensando en los pulmones de nuestro hijo, en sus ojos y en tantas cosas-. He explorado su cuerpo, y no te imaginas lo que me encontré. Sus pulmones nunca cambiaron de color porque jamás se llenaron de aire y sus ojos nunca se iluminaron con las luces de Bengala porque jamás se abrieron. Su cerebro era un mundo inasible donde no había un solo buen pensamiento, ni un ejército, ni un barril de aceite donde ahogar el sol. Con esto quiero decirte que era un niño sin recuerdos y sin lealtades, sin lágrimas. Jamás he visto un árbol bronquial tan lleno de pájaros desnudos que murieron de frío antes de aprender a cantar. Era, además, un niño sin olvidos y sin esperanzas, con glándulas que se prendieron como rémoras a sus vísceras meno nobles; con órganos como esponjas rojas que escondían su vergüenza en bahías rancias; con cartílagos sin creencias calcáreas. Era un niño sin reflejos, sin orina, sin amigos. En sus entrañas solo encontré nebulosas que obedecieron a una ecuación viscosa; espumarajos que bañaban el páncreas y las redomas de las islas; flemas albeantes que nunca conocieron el sigilo, reverberos y huecos crudos. Era un niño sin heroísmos y sin sentimientos que no merecía vivir. Y por si fuera poco, por si no fuera suficiente todo ese remolino de cordeles de vinagre que nunca fueron purificados por la linfa, y todo ese simulacro de frutas, cámaras oscuras, artificios y médulas, y si te parece poco que además fuera un niño sin ilusiones y sin rama de olivo que jamás derribó a un duende en la vida, que nunca conoció las frondosidades del orbe, el aire liberado por los cerezos, las zapatillas de los reyes magos; que jamás se atrevió a luchar con el ángel, como Jacob, para ir después de colegio en colegio a presumir las alas de sus puños. Si te parece poco todo esto –le dije-, tienes que saber, además, que nunca he visto a un niño con tantas aberraciones que recordaran su humilde origen animal. Jamás he visto unos riñones tan parecidos a los riñones de un cerdo, una vejiga tan semejante a la de un conejo, un corazón que se diferencie tan poco del corazón de un cordero y unas manos que recuerden tanto las manos de un macaco. Y si te fijas bien, verás que sus ojos iban a ser verdes como los ojos de un tigre y tenían reflejos de cóndor; y su sangre era oscura, como la de una paloma y su piel suave, como la de un antílope. Y si te fijas mejor todavía, descubrirás en su cuerpo tejidos reticulares que eran finos y transparentes como las alas de las libélulas, arterias que eran como las procesiones de serpientes azules que lamían las heridas de los antiguos griegos y ganglios redondos y blancos como ojos de pescado que te ven desde todas partes…”
   “Entonces, iba a ser un niño normal, ¿verdad?”, dijo Estefanía.
   “Sí –le contesté-. Iba a ser un niño normal.”

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