viernes, 26 de octubre de 2012

La tradición del peronismo en cuestión

por Edgardo Mocca (*) 

Los momentos de agudas tensiones políticas como los que vivimos los argentinos llevan a los actores del drama al pasado en busca de los mitos que les permitan inscribir su accionar en una venerable saga histórica que lo anime y lo dote de prestigio. Así es que hoy Perón sigue siendo, casi cuatro décadas después de su muerte, protagonista de la batalla política.
Claro que los mitos son lenguajes con múltiples significados. Así como hay un San Martín de la historiografía liberal y otro de la revisionista, hay muchos Perón. Conductor de la más importante transformación sociopolítica argentina del siglo XX, emblema de la resistencia durante los dieciocho años que duró su proscripción y la de grandes masas populares después de su derrocamiento, frustrado emprendedor de la recuperación del orden político perdido durante la década del setenta, sus partidarios -y curiosamente también quienes fueron sus acérrimos enemigos- siguen invocándolo como sostén simbólico de sus luchas. Hubo, ya en la nueva etapa democrática, un Perón de quienes fueron derrotados en 1983, otro “renovador” y hasta un insólito Perón neoliberal traído en socorro del desmantelamiento menemista de los últimos restos del Estado social que el General creara en su primera presidencia.
De la tradición peronista provino la dirección del proceso de transición que sucedió a la catástrofe de fines de 2001 y los gobiernos elegidos con posterioridad. En su mismo interior parece jugarse gran parte del futuro político argentino: tanto el gobierno de Cristina Kirchner como sus principales desafiantes actuales abrevan en esa historia o procuran establecer sólidas alianzas con sus portadores. Después de la contundente victoria kirchnerista en las elecciones del año pasado y ante la actual inhibición constitucional para una nueva elección de la actual Presidenta, no es extraño que la batalla sucesoria ponga la invocación peronista en el centro de la escena.
Una vez más la discusión gira en torno del “peronismo verdadero”. Carlos Altamirano utiliza la expresión en un artículo publicado en 1992 para hablar de la doble vida del movimiento, entre la realidad empírica del poder y la invocación de sus verdades esenciales. La dualidad vuelve a tomar actualidad en estos días pero con una particularidad: no es la vertiente de izquierda la que invoca su virtualidad como arma de combate cultural contra las burocracias traidoras o los giros neoliberales, sino que es el “peronismo del orden” -de derecha podría decirse- el que rechaza lo que considera la interpretación “montonera” que atribuyen a los actuales conductores del movimiento. No hay verdades históricas objetivas y neutrales al alcance de quienes disputan la memoria popular. Escribir la historia de un partido, decía Gramsci, no es otra cosa que escribir la historia de un país y juzgar el peso y la medida en que ese partido influyó en ella. De alguna manera, la historia del peronismo es el eje vertebrador de nuestra historia en los últimos sesenta y cinco años. Si esto es así, la discusión actualmente pertinente es que pone en el centro la dilucidación de lo que se está jugando en el actual conflicto político argentino; solamente a partir de allí las invocaciones dejan de ser rituales canónicos para convertirse en claves interpretativas.
El kirchnerismo justifica su abolengo peronista en su condición de gobierno rebelde al statu quo de los poderosos. Revive la epopeya antioligárquica y nacionalista de su origen, reivindica la justicia social como núcleo doctrinario, rinde culto a los mártires de las luchas de la resistencia y coloca el homenaje a los caídos durante la última dictadura militar como motivo central de su identidad política. En auxilio de esa interpretación histórica esgrime la descripción de un mundo capitalista sumido en la crisis, la pertenencia de la debacle argentina de hace diez años a ese mismo ciclo crítico y define la actual instancia agónica del capitalismo como el agotamiento del paradigma global que instaló al mundo financiero en el vértice del poder económico y político. La región sudamericana es, según esa descripción, un punto de avanzada en la exploración de formas alternativas cuyas heterogéneas denominaciones van desde el “socialismo del siglo XXI” hasta un “capitalismo serio” basado en la producción y en la protección de los más débiles. El reciente capítulo de la elección de Hugo Chávez fue una ocasión inmejorable para exhibir esa comunidad entre la historia del peronismo y el presente de la región.
La disidencia peronista ha elegido, en cambio, otra perspectiva histórica. El momento crucial de su relato es aquel famoso acto multitudinario de mayo de 1974 en el que un sector de la juventud peronista abandona la plaza en rechazo del discurso de su líder, mientras otros permanecen en el lugar hasta el final. Es el momento culminante de una ruptura que adoptaría la forma de un cruento enfrentamiento armado y prologaría la infausta etapa del terrorismo de Estado. Para estos sectores, el drama de la resistencia corporativa a las actuales políticas de gobierno no existe y nada tienen que ver el actual terremoto del capitalismo mundial ni las nuevas corrientes populares regionales con una política a la que consideran exclusivamente guiada por la acumulación ilimitada de poder.
El peronismo “desobediente” y “rebelde” no es para ellos el que enfrenta a poderosos enemigos exteriores sino el que se niega a aceptar la conducción unipersonal de Cristina Kirchner.
Hay un peronismo histórico desafiante del establishment y hay otro que ejerce como guardián del orden político. Hasta hubo un peronismo que utilizó la herencia histórica para ejecutar las políticas del Consenso de Washington con una radicalidad que sirvió de ejemplo para los jerarcas mundiales del orden neoliberal. Lo que en realidad se está discutiendo es, una vez más, la historia de este país. Se está discutiendo la experiencia de nuestra democracia reconquistada en 1983, la naturaleza de sus problemas, las causas de sus peripecias. Los peronistas que hoy enfrentan al Gobierno sostienen que el drama argentino es de naturaleza procedimental-institucional. Tiene en su centro la falta de seguridad jurídica, las tendencias personalistas, las obsesiones por la perpetuación en el poder. El kirchnerismo considera que el institucionalismo liberal oculta la existencia de una matriz política en la que las instancias reales de la toma de decisiones habían sido capturadas por poderes sociales y económicos ajenos al juego político democrático.
No es un debate académico sino una lucha esencialmente política. Unos y otros dirigen su mensaje a un sector de la población, unos y otros enhebran dispositivos de alianzas para sostener sus posiciones. Hoy, igual que en el momento fundacional del peronismo, hay radicales, socialistas, gente de izquierda y de derecha en una y otra coalición, a favor o en contra del movimiento emergente. No será una “interna” la que defina la querella sino la voluntad popular.

(*) publicado originalmente en Revista Debate el 24-10-12

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