jueves, 27 de septiembre de 2012

Despenalizar el aborto


Por María Eugenia Velázquez

Esta semana se discutió y se aprobó la ley de despenalización del aborto en Uruguay.  En nuestro país, hace apenas unos meses, la Corte Suprema precisó el alcance del artículo 86, inciso 2º, del Código Penal, y exhortó a los gobiernos provinciales y la Ciudad de Buenos Aires a implementar los protocolos hospitalarios necesarios para llevar adelante las interrupciones de embarazos en casos no punibles. Estos son dos hechos progresistas que dejan planteado el terreno para una discusión de la cual es preciso recoger el guante.
Cuando se habla de la despenalización del aborto hay que entender que no se promueve la interrupción del embarazo, sino que se intenta proteger a las miles de mujeres que, cotidianamente, mueren debido a abortos clandestinos. Que este tipo de práctica es generalizada y sistemática no es un secreto para nadie. Como tampoco lo es el hecho de que la calidad del aborto, y por ende el riesgo de muerte, depende del poder adquisitivo de la persona que se lo practique.

Hay que entender que no estamos a favor del aborto, estamos a favor de su despenalización y legalización. Abortar siempre es una situación limite, dolorosa y nunca una elección fácil o despreocupada. La interrupción de un embrazo tiene un costo no sólo físico, sino también psíquico, cuando una mujer llega a la decisión de practicarse un aborto es porque todas las alternativas han fracasado. 

Las interrupciones en la gestación mediante procedimientos químicos o quirúrgicos, se dan en embarazos accidentales o no buscados y por supuesto no queridos, no deseados. No se pone en duda que haya vida desde el principio de la concepción. Un espermatozoide está vivo, al igual que un óvulo, pero es claro que ninguno de lo dos es un humano.  Lo que se argumenta es que en las primeras semanas del embarazo, en esa colección de células, no hay un sujeto, no hay una persona a ser protegida.

El lema de aquellos que estamos a favor de la despenalización del aborto es amplio; “Educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir”. Todos somos responsables de ofrecer los medios para que una mujer no tenga que llegar a la decisión de realizarse un aborto. Los padres, los compañeros sexuales, el sistema educativo, el sistema de salud pública, los legisladores y, por supuesto,  la sociedad en su conjunto.

Que se hable de la “sagrada” función de parir de las mujeres, es equiparar lo biológico a lo social y darle una categoría divina. Las diferencias de género son culturalmente construidas y homologar la maternidad a la feminidad en base a argumentos biológicos es casi tan retrógrado, y con el mismo tipo de sostén científico,  que las teorías lombrosianas que aseveran que las formas fisonómicas determinan una personalidad criminal.

Un embarazo no te hace automáticamente madre, por el simple hecho de que no existe el instinto maternal. Sin embargo, la creencia en la existencia de este instinto favorece la emergencia de depresión post parto en puerperas que no sienten un lazo afectivo inmediato cundo les entregan a sus hijos, generando culpa y sentimientos de ser “mala madre”, invisibilizando el hecho de que la relación con un hijo, y con cualquier otro ser,  se construye. Los hombres, las mujeres, los intersex, los trans, no somos todos iguales. No hay que buscar la igualdad entre los géneros, sino comprender y adecuar las leyes a sus diferencias.

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